La Comisión Corográfica fue el proyecto científico más ambicioso que se adelantó en el país a lo largo del siglo XIX, con el propósito de levantar un mapa oficial y hacer un estudio detallado de los aspectos sociales y económicos de las provincias que integraban la Nueva Granada. La misión, establecida formalmente a finales de 1849, tenía previsto recorrer el país a lomo de mula durante un periodo de seis años, bajo el liderazgo del teniente coronel Agustín Codazzi y con la participación de Manuel Ancízar Basterra, el «Padre Alpha», en calidad de secretario y cronista oficial. Además de las funciones propias del cargo, como la redacción de informes y la elaboración de un diccionario geográfico-estadístico, el destacado intelectual, político y periodista, que años más tarde sería el primer rector de la Universidad Nacional de Colombia, adquirió el compromiso de escribir una obra sobre los pormenores del viaje: la Peregrinación de Alpha.
Esta obra es considerada como uno de los primeros esbozos etnográficos de investigación social, económica y de recursos naturales de algunas regiones del centro y nororiente del país hacia mediados del siglo XIX. La joven República planeaba su futuro a partir de una hoja de ruta que permitiera conocer sus enormes posibilidades e inocultables limitaciones. Los territorios que hoy comprenden el norte de Cundinamarca, Boyacá, Santander, Santander del Norte y parte del sur del Cesar fueron descritos con gran detalle y particular énfasis en la diversidad de sus gentes, la imponencia de sus paisajes y las continuas variaciones en aspectos relacionados con clima, flora y fauna. La obra, conformada por un total de 44 relatos de viaje, fue publicada originalmente por entregas semanales en el periódico El Neogranadino, entre el 21 de marzo de 1850 y el 21 de diciembre de 1851, y la compilación fue editada por primera vez en 1853.
166 años más tarde, después de otras siete ediciones, la Universidad Nacional de Colombia presenta la primera edición ilustrada de esta obra, a partir de las descripciones correspondientes a cada una de las treinta acuarelas atribuidas al dibujante venezolano Carmelo Fernández, que reposan en el archivo histórico de la Biblioteca Nacional de Colombia. La nueva edición no solo recupera aspectos de las primeras, como el retrato del joven Manuel Ancízar, un texto biográfico escrito por José María Samper y una tabla estadística de las ocho provincias, sino que está acompañada de una reseña sobre las libretas de viaje empleadas por el cronista: diarios de campaña con información sobre la expedición, datos demográficos, costumbres, razas, descripción de monumentos y otras curiosidades.
Tan pronto inicia la primera etapa del recorrido entre Bogotá y Zipaquirá, Ancízar llama la atención sobre el contraste entre «el primitivo genio agricultor» (p. 40) de poblaciones como Cajicá y la «perezosa industria pecuaria» (p. 40) que desde entonces comienza a desarrollarse en la Sabana. El viajero también cuestiona que el dinero se destine a la construcción de una iglesia colosal en Zipaquirá, en vez de fundar escuelas y mejorar caminos. «¡Genio español, cuan adverso eres al verdadero y sólido progreso social!» (p. 41), se queja al término del primer viaje. A su paso por Chiquinquirá y otras parroquias del Magdalena, Ancízar critica la ausencia de creencias religiosas o lo que define como una verdadera idolatría disfrazada con las apariencias de un culto a las imágenes. «Las puras, sublimes doctrinas de la Biblia se ignoran» (p. 66), concluye.
De Muzo llama la atención sobre el aspecto pobre y enfermizo de los doscientos vecinos y novecientos parroquiales que conforman el distrito, en especial, por la proliferación de algunas enfermedades como la sífilis, producto de «costumbres harto sueltas» (p. 71) con más del 50 % de nacimientos ilegítimos. En Saboyá, se encuentra con la enorme reticencia de los padres de mandar a sus hijos a la escuela, puesto que el estado de estas instituciones era lamentable. Notables y autoridades no «dejarán de ser moralmente responsables de todas las consecuencias que nacen de la ignorancia» (p. 95), enfatiza.
De Moniquirá, en cambio, el cronista destaca que, a pesar de que poco tiempo atrás hubo un gran desaseo en las calles, ahora «los lugares de uso público se mantienen limpios» (p. 123), aunque desconocía si era por temor al cólera o «al propósito de enmendar el imperdonable descuido del pasado» (p. 123). «Un párroco activo, joven en ideas y de genio reformador, [mejoraría] las costumbres de los jornaleros, gentes dóciles y dispuestas a recibir la impulsión del consejo y del ejemplo» (p. 124), subraya Ancízar, quien reconocía la inmensa importancia e injerencia que tenía la curia en la educación de los ciudadanos.
De Barichara y Zapatoca el cronista no duda en exaltar la laboriosidad de sus gentes, con particular énfasis en la manufactura de sombreros a cargo de las mujeres, mientras que la mayoría de los hombres permanecen ocupados en sus labranzas. Pese a la fortuna y tranquilidad que se aprecia en Zapatoca, el viajero no deja pasar por alto que en años recientes hubiera caído presa del azote de tinterillos.
Luego de dedicar un capítulo a Galán y los Comuneros, a partir de un documento encontrado en el Socorro fechado en 1781, Ancízar se encamina hacia Charalá, población que, a pesar de sus 115 trapiches y cultivos de café de buena calidad, carece de vías que permitan alcanzar los mercados del Magdalena y obtener precios más ventajosos, aunque reconoce algunos avances tras la abolición de lo que califica como el «depresivo régimen colonial» (p. 190).
La vigorosa vegetación del recorrido va dando paso a «arbustos enanos resinosos, gramíneas y musgos, […] y a la región exclusiva del frailejón» (p. 213) en el alto del Cocuy. «La soledad y el profundo silencio» son el telón de fondo para «las enormes rocas desnudas que se alzan por todas partes», mientras que «buitres corpulentos y algún cóndor» completan el sublime escenario «de aridez y devastación» (p. 214). Paipa, el Pantano de Vargas y Sogamoso recuerdan al viajero la Campaña Libertadora: «Se trataba del triunfo de la democracia, única doctrina universal y faro de salud que para todos los pueblos debería encender en América» (p. 252).
Tunja no deja una grata impresión en Ancízar, pues a su juicio se trata de una población monumento de la Conquista y sus consecuencias: «Edad media de nuestro país y una especie de osario de las antiguas ideas de Castilla» (p. 286), en la que las únicas cosas notables de ver son sus iglesias. Desmontes y quemas sin control hicieron que Villa de Leyva perdiera la capa vegetal que cubría los cerros, lo que limitó sus posibilidades de sostener en otro tiempo considerable comercio de harinas y la llevó a ser el cantón más pobre de la provincia.
Sobre la ruinas de lo que debió ser un templo muisca de piedra, el cronista comenta que solo «soberanos despóticos, como eran los zaques de Tunja», podían disponer de «millares de súbditos ciegamente sumisos a sus mandatos» (p. 308), gracias a sus inmensas riquezas, tal como «lo atestiguan las muchas guacas o sepulturas de indios que a cada paso descubren las aguas» (p. 308).
Piedecuesta es una ciudad «limpia y bien trazada, con abundancia de agua cristalina: las casas grandes, casi todas bajas y muy aseadas» (p. 343). Mientras que el pueblo llano es músico y poeta —prosigue Ancízar—, entre las familias pudientes, que por fortuna son pocas, falta lo uno y escasea con tanto exceso lo otro, que viven aisladas, reducidas a fumar sus tabacos a solas y entregadas a tristes trivialidades.
Bucaramanga también se distingue por el aseo de calles y casas, así como por la virtud de sus habitantes, «en quienes la limpieza de los trajes compite con el despejo y vivacidad de las personas» (p. 355). Son «gentes de inmejorable carácter, laboriosas y de una sencillez tal que frecuentemente ha sido explotada por charlatanes aparecidos bajo títulos pomposos» (p. 355).
Como contraste, se encuentra la provincia de Soto que, a pesar de sus fértiles tierras, no ha desarrollado su agricultura, mientras que la imposibilidad de asociarse también hace difícil alcanzar mayores rendimientos de los yacimientos de oro. Aunque hay en la provincia 11.900 niños en edad de asistir a la escuela, solo 525 de ellos se educan. «He aquí los frutos de veinte años de centralismo» (p. 373), se queja Ancízar.
Ocaña se constituyó en provincia en 1849 y comenzó a mejorar su «suerte después de 274 años de olvido» (p. 380). Pese a que en apariencia los jefes de las familias notables «hacen profesiones de fe republicana» (p. 382) y sostienen los principios de igualdad y fraternidad, la realidad es que «una señora de primera no asiste a los bailes de la de segunda; las de tercera no pueden subir de su escalón, y se creerían degradadas mezclándose con las de cuarta» (p. 382).
«Las riberas del Carare y el Catatumbo» se vislumbran como una preciosa fuente de «maderas de construcción y adorno, resinas y bálsamos fragantes, cuyas virtudes apenas comienzan a ser conocidas» (p. 416). Sus moradores son dóciles, benévolos y honrados. «Hay una fábrica de tabacos» similares a los cubanos en aroma y suavidad, y «las plantaciones de Aguachica nada tienen que envidiar a las de Ambalema» (p. 418).
San José de Cúcuta, capital de la provincia de Santander, es una plaza de comercio con gran vitalidad mercantil, suministrada «por trece ramos de agricultura y diez de manufacturas nacionales» (p. 433): cacao, café, panela, azúcar blanco, quina, tabaco, sombreros, artículos de lienzos y mantas del país son los productos más destacados.
«Vagos no hay, ni beatas, ni el desaseo en las personas y habitaciones que mancha y degrada la generalidad de nuestros pueblos de la cordillera» (p. 435), acota el cronista, para el que no pasa desapercibida «la excesiva consagración a los bienes materiales» (p. 435) —solo hay una iglesia— y, de nuevo, la falta de escuela pública que permita la formación de las niñas.
El 4 de junio de 1821 los representantes de lo que «se llamó capitanía general de Venezuela y virreinato de la Nueva Granada, sancionaron» en El Rosario la unión de los dos «pueblos en un cuerpo de nación» (p. 442). La nueva República formaba un territorio inmenso que solo logró mantenerse durante nueve años.
«Todo entre nosotros pasa velozmente, y apenas quedan rastros de lo que fue creyéndolo eterno» (p. 442), comenta Ancízar, cuya paciente tarea de descripción de las ocho provincias concluirá páginas más adelante, insistiendo en que están habitadas casi en su totalidad por una «raza blanca, inteligente y trabajadora», en las que se descubre «la verdadera democracia cimentada en la igualdad de las fortunas» (p. 476).
Desde la Editorial UNAL los invitamos a leer Peregrinación de Alpha de la colección ‘Obras escogidas’, libro esencial para comprender uno de los proyectos más complejos del siglo XIX en nuestro país.
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