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Las traslúcidas manos del judíolabran en la penumbra los cristalesy la tarde que muere es miedo y frío.(Las tardes a las tardes son iguales).Las manos y el espacio de jacintoque palidece en el confín del Ghettocasi no existen para el hombre quietoque está soñando un claro laberinto.No lo turba la fama, ese reflejode sueños en el sueño de otro espejo,ni el temeroso amor de las doncellas.Libre de la metáfora y del mito,labra un arduo cristal: el infinito mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.
Cumplo hoy la triste tarea de escribir estas líneas en memoria de Lelio Fernández Druetta. Y este es, también, un agradecimiento póstumo.Por más que me empeño en escavar en los caóticos anaqueles de mi memoria, no logro reconstruir con exactitud ese pasado ya distante, cuando tuve la fortuna de conocer por primera vez a Lelio Fernández. Nuestro encuentro tuvo quizás lugar por allá en los primeros meses de 1986, en el Departamento de Filosofía de la Universidad del Valle, en Cali (Colombia). Por esos años, Lelio había adquirido la estatura admi-rable de uno de los profesores de filosofía más reconocidos y estimados en Colombia. En el Departamento de Filosofía, tenía a su cargo cursos sobre Baruch de Spinoza (1632-1677), sobre Platón, sobre Aristóteles, así como sobre cuestiones de ética en pensadores contemporáneos.